jueves, 19 de febrero de 2015

Víctor Manuel Pinto y su libro CARAVANA


        Luis Alberto Crespo




       Valencia se atraviesa en nuestra huella, se para entre nosotros y cualquier ruta que nos lleve o nos traiga por occidente adentro (o afuera, según). Es su fatalidad geográfica. Quien se va en línea recta por el Tuy está en Valencia, es Valencia. Es una cruz, una encrucijada de la brújula. Valle y montaña, no bastan para definir su aledaño ni el liso sobre el que se asienta: hay un atajo siempre hacia cualquiera de sus confines: torres, supermarkets, ciudades industriales, comercios del plástico y del cartón la fábrica del bebedizo y el grano de los animales de pezuña y el camino del Atila automotor. Y está, por fin, su universidad, al borde de ese mercado persa del cachivache y el consumo, levantada sobre el rastro de la autopista que baja al mar, envenenando por la ciudad gótica de la refinería.
       
       De Valencia, de la ciudad acodada al Cabriales inmundo y al bosque húmedo de su parque; de su casa académica, que le concedió licenciatura de Educación, mención Lengua y Literatura y le promete ungirlo con el doctorado de Ciencias Sociales, es el valenciano de 1982 Víctor Manuel Pinto. Su fisonomía es imperfecta porque solemos olvidarla, tal vez por culpa suya ya que se esmera en desaparecerla, en esconderla. Da la mano y observa como descreído a quien la recibe o le aprieta el saludo. Yo no sé si es por causa de sus anteojos esa postura desconfiada con que suele mostrarse tan precariamente: listo para irse, sea moviéndose, sea callándose. 

       Como todo escritor, nativo o morador de Valencia, no es muy asiduo a los actos a que convida la cosa escrita, o tal vez si consiente en ello la secta o capilla de las facciones literarias con que se enfrentan sus escritores, de los que el fanatismo banderizo no está, ay, exento. Se vive allá, desde la universidad y hasta las casas del arte y de la escritura, en una suerte de guerra invisible. El poeta Pinto no frecuenta, me atrevo a apostar, estas trincheras y campos minados. Se tiene más bien en el Departamento de Literatura de la Universidad carabobeña, junto al espigado Carlos Osorio y al barinés-valenciano Luis Alberto Angulo. Con el primero dirige la revista Poesía, de tan larga nombradía aquí y fuera de nuestros límites.

       La última vez que me topé con él no fue nunca en Valencia sino en Caracas. Yo sabía ya de sus maneras esquivas, desde que fuera poeta de festivales y galardones, como el del primer Certamen Mayor de las Artes y las Letras del entonces Conac, el Premio Internacional de Poesía, el de la ciudad de Valencia y el Eduardo Sifontes y por haberlo oído leer sus poemas en uno de los recuentes festivales mundiales de poesía que organiza y coordina la Fundación Casa Nacional de las Letras Andrés Bello.





No ha mucho, con el sigilo y la conducta huidiza que lo explica y lo nombra, me cedió su libro más nuevo,  Caravana, editado por la Dirección de Cultura, Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo. En el limitar, Carlos Osorio ha sido parco pero esencial al definirlo cuando señala entre sus logros el de sumergirnos "en un mar de asociaciones mentales y emotivas". La atinada apreciación nos sirve de glosa para observar la materia de que está hecho Caravana, como la del soneto asonantado de algunos versos o como los dísticos de algunos otros; pero es en su lenguaje donde se place el lector en hallar oscuridad en el objeto o motivación, cierto ocultamiento gongorino cuando incorpora asuntos cercanos a su vivencia en la pura invención del asunto que elige, por ejemplo en Noria, más aún en la segunda estrofa, donde confiesa: "Me fui monte, mundo arriba, di el lomo sin quejas /y montaron cosas que me hundieron".

Lo expresa con los ojos bien cubiertos y la emoción bajo custodia. El tema de la cruz, del Cristo mismo, el del mar, del pez, mismo, el del jardín, la hoja misma o la alfarería, esta vez como alteridad del cují, luce reflejos y sonido del barroco poético, como si merced a esa sobrecarga del lenguaje mostrara más visiblemente sus adornos y dejara más nítidamente escuchar su lujo verbal (dulce y acre a un tiempo) en no pocos poemas de Caravana.

Cuidadoso, preciso, la escritura hecha menos para la elocuencia que para señalarse y señalar, el poeta Pinto elige un modo oblicuo de testificar en una lengua de semisombra y es allí donde se encuentra lo mejor de sus cualidades, tanto, que provoca leer aquí el poema que titula "La cena". Oigamos:


Soy trigales en mí. / Ella me habla mientras hace la cama, /
canta y frota mis pies creando toda una vida / y yo a ríos de
la tabla donde comemos. / ¿Por qué ahora canta un gallo? /
diría que sí, / fui yo / el que dijo que pondría su vida / en el
plato de los perros. / Yo, / que no es si no es contigo / es tan
poco lo que he podido darte. / ¿Cómo si no sé de la mitad? /
Siempre lo quise todo, / y siempre las manos y el hambre /
desbaratándolo.



La deliberada dificultad de hacerse entender, el predeterminado gusto de eludir la evidencia y la razonada artesanía del lenguaje acusan rasgos de Lezama Lima, tal vez por puro deleite de copiar con el Góngora habanero lo que le es propio en su barroquismo poético valenciano, al través de las corrientes literarias de la ciudad, remedo de su situación geográfica, en el cruce de sus innúmeras invenciones poéticas que a puertas cerradas o en cónclaves hace posible una obra como Caravana o como este poeta de 1982, esto es de ayer mismo.




Del libro Las Hojas de las Palabras de Luis Alberto Crespo. Publicado bajo el sello de Monte Ávila Editores Latinoamericana, dentro de la Colección Testimoniales. Caracas, Venezuela, 2014. 

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