miércoles, 1 de octubre de 2014

La Poesía de José Delpino




Para Oli, catador del humo, como el Esgaramel de Molière



Un libro azul en el autobús


La contemplación como apoyo para detenernos frente a la puerta de nuestra descontrolada corriente mental, como un método humano que nos permita acompañar un instante al cuerpo cansado que se mueve y baila, aferrándose a los tubos mal soldados y con lechina de óxido en los techos de las unidades del transporte público de Naguanagua; la contemplación de un cuerpo que apenas con su mano, con su pobre garra de gérmenes, se engancha a los triángulos de un hierro oloroso y frío, pegados en una de las esquinas altas de los asientos de la buseta, para no caerse mientras rueda, frena y acelera. Voy sentado y apretado; abro en dos un pequeño libro azul con un poderoso nombre órfico. Una uña metálica sobresale en un borde de este hierro rodante, sonoro y peligroso, que nos lleva y trae mañana y noche, arriba y abajo, a todos en el barrio. Una uña larga de un hierro mal soldado en un asiento siempre nos rasguña, nos rompe la ropa que nos oculta, nos despierta la grosería en silencio, nos hiere, todo es un hierro que mata, un hierro que nos levanta lo superficial de la carne ardiendo, un hierro mal soldado con electrodos que alumbran todo un taller oscurecido de grasa, y a todo un hombre que vive, suelda y trabaja con una máscara; la contemplación para ver nuestra propia máscara, o nuestra cabeza de culebras, como también ha escrito el autor del libro azul que llevo en mis manos. La buseta comienza a rodar, contemplo a la gente que se mueve y guinda vacunamente cansada, y cierro el libro, muy lento, como si juntara las puntas de las alas de un azulejo.


La contemplación, insisto, y no la del hábitat ascético de quien se separa de la gente, del pendular de obreros que van y vienen con sus viandas rastrilladas hasta el último grano de arroz por el tenedor, y la salsa que enjuga el tuco de un pan salado sin la cabeza mordida por el hambre, y vagones llenos de más obreros, y autobuses llenos de sirvientas mal pagadas y tristes, estudiantes mal educados y alegres, y hombres viendo los senos de las mujeres, los encajes de sus pantaletas, o miran idos por la ventana de un vidrio roto y tambaleante, sucio de calcomanías de un mal gusto católico, un mal gusto deportivo, un mal gusto sexual, no. La contemplación remitida exclusivamente a una práctica de conocimiento espiritual hueco, prestada al fraude de turno, vendida como remedio barato, no. La contemplación, insisto, no es una práctica pasiva, ni sobrenatural o inalcanzable para el ser humano, el poeta la experimenta pero no a voluntad, le cuesta propiciar para sí mismo el proceso, porque es un ejercicio que no está ligado al aplauso, a su vanidad; se requiere única y exclusivamente de su participación hacia el movimiento que impulsa la apertura de una impresión imborrable en él, de algo que se queda en una quietud extraña, y que se añeja y transforma, a la par de sus cambios físicos, psíquicos y emocionales, que cambia de piel igual a una culebra renovándose dentro de su cabeza.

Más allá de la asociación presuntuosa y santurrona que esto supone, se trata sólo de observar, de soltar por un instante la certeza que impone un juicio exacto y unánime a nuestras verdades solas y miserables; ver y vernos, cuestionarnos lo seguro, desmitificar la solemnidad a la que sin lógica obedecemos y que nos oprime; levantar la máscara con la que queremos brillar como un electrodo que se derrite haciendo un duro pegoste con nuestro férreo ego. Se trata de soltar, y ver muy atentos cómo reconstruimos la impresión de lo visto; ver cómo recibimos lo externo que simultáneamente proyectamos hacia afuera, y hacia adentro. Es esa pausa, en ese pliegue, en ese vacío entre un barranco y otro al momento de la impresión, donde se bifurcan las búsquedas de cada quien a través de teorías, extrañas revoluciones de lo mismo de siempre,  los lenguajes, los conceptos, y más. Pero en la poesía de José Delpino, en su río Guaire, en el reflejo de sus pantallas planas, en la música que enmarca el paisaje donde nos encontramos en nuestra intimidad y soledad, en la vida reiterativamente obesa de un consumo desmedido de objetos e información, está el retrato de ese pliegue, de esa pausa entre la impresión y su interpretación por el poeta, y nos expone el mundo común y ordinario que hemos asumido inconscientemente como extensiones casi naturales de nuestro cuerpo. Delpino, no se detiene en la misa doctoral de los cultos, a pesar de dejar clara la cartografía de su formación en un lenguaje preñado de referencias.


En ese pliegue al que me refiero, está la exaltación de un imaginario que muchos poetas suponen burdo, no-poético, inutilizable; sin embargo, Delpino lo presenta a través de una unión de ritmo e imagen, que me lleva al recuerdo de las noches navideñas, electorales, o beisboleras, cuando la gente con absurda necedad transmite su entusiasmo explotando e incendiando todo; pero la poesía de José Delpino no transgrede el espacio de control de su propia lengua, lo que permite que el conjunto de sus imágenes se muevan libremente a través del espacio que brinda el vasto territorio de su musicalidad. En esas noches de violentas y locas combustiones, en las que creemos en los cambios imaginarios del poder y sus estructuras, en las que vivimos tristemente a través de la pantalla la vida y la fama de quien sostiene un trofeo, o creemos poner un punto final a la historia de nuestra rueda cotidiana elevando la copa con la uva española y lacrimal, el cielo de esas noches, ilustra el trabajo del poeta del libro azul.



Cuando los cohetes explotan a lo lejos, es a través de la velocidad lumínica que percibimos la fatal funcionalidad de esos objetos de pólvora. El ojo, - símbolo recurrente en el los textos de Delpino - asume en primer lugar la información, de igual manera, la imagen es lo primero que ocupamos de sus textos; pero al leer, la boca comienza a moldear cada sílaba que con una huella honda permite el encaje exacto del pie de otra, así va creándose la música, el oído, - otra figura constante en la poética de Delpino - , recibe la información posteriormente, completando un primer proceso que se reinicia a cada verso, a cada estrofa, y luego en cada poema, formando una red musical en la que lo vemos y nos sentimos envueltos. La música, es el eco de una imagen que recibimos en primer plano a través de la lectura, y la música, como un cohete que vemos explotar a lo lejos, nos estalla casi simultáneamente. Lo que nos acerca, o nos separa de la poesía de Delpino, es la relación que tengamos con los referentes que la nutren, que en su caso, son nuestros, de la calle y la casa, del espejo y el baño, del naipe azaroso y brujo, de la letanía en favor del alma de un hombre, de un mundo entero, muerto en un rosario.


La poesía, requiere arquitectura mental, ingeniería emocional y albañilería lingüística, pero ¿Desde dónde observamos lo que se construye? ¿Quién observa?, ¿Cómo lo hace? Generalmente creamos acordes melodiosos en nuestra cómoda prisión de términos, sobre nuestra supuesta incómoda vida en ella, lo hacemos con nuestros cómodos objetos, escribimos nuestra vanidad, como quien toma fotografías de nuestra vanagloria corporal bronceada frente al mar divinamente órfico; tomamos fotografías a nuestros genitales firmes y cavernosos, a través de pantallas planas en el sexting de la saliva y la Noche, hija de Fanes, padre del Mar y el Cielo, creador de la vida que fue, es y será; Fanes, el Dios que en su primer libro, azul azulejo, invoca el poeta José Delpino.


Su agua corta, agua sucia, agua negra, su plástico, su silicón, y salsa rosada y bailable, su PVdC, sus hisopos, y el rosario de soles, los perros que comemos cuando casi ladra el estómago de aire y estrago, y el río Guaire, con su oro de mendigos, resplandeciente como Fanes, son imágenes que encontramos en su primer libro publicado, y en Cercados (/) Rotos, un poemario inédito. Su trabajo esboza trazos de la ciudad física junto los planos de la ciudad interior, las intricadas calles de la ciudad cultural, la ciudad nacional, la ciudad global, todo en un hilo de sentido que podemos tejer gracias a la experiencia de y con lo inmediato a nosotros: objetos y ceremonias cotidianas, junto a la corriente informática a través de las pantallas que nos sublima, traspasa, excita, y agota; nuestro sueño insomne, al decir de Ludovico Silva.  


La poética de José Delpino, como en Oidos sucios. Pantallas planas, es una mirada en GPS sobre varios territorios de significaciones, dialoga con los héroes de la pantalla mundial y nacional; nos recuerda al Callejón X de Antonio Robles, y su malandreo lírico, con las visiones amorosas junto a Sandra Bullock, su hermenéutica existencial a partir de un parlamento de Morgan Freeman, todo, en la realidad de su barrio en el Coro de las arenas, lejano en su Falcón de Puerto Libre, en la Venezuela de los cayos azules y navegables de agua y arena blanca, de yates blancos para el escándalo sexual, de heladeros que nadan para vender su mercancía mientras reímos y bebemos. Todo nos causa gracia. Ser un pueblo alegre es nuestra maldición idiosincrática, la cruz de la conquista aún pesa en la ignorancia de un pueblo reducido culturalmente a la alegría, a que primero es la cerveza que nos venden reflejando nuestra idiotez, lo que en realidad no somos, con ridículas y sobrecargadas indumentarias y estampas rurales en comerciales de líneas telefónicas extranjeras, y corporaciones de televisión por cable o satelital. Delpino, (aunque similar a Robles sólo en el uso de ciertos recursos) lo sabe, musicaliza el lenguaje de su entreverado sistema de imágenes y metáforas, retratando a ese país del alcoholismo crítico y permisivo, la gastronomía de lo breve y contaminado, nuestra fauna canina, el país de la memoria política y la infancia que ahora es signo y referente, para escribir el testimonio de nuestro relato, desesperanzadoramente repetitivo, que escribimos como sociedad civil, ciudadana, organizada, e hipócrita.


Abro y cierro el libro varias veces, leo y veo por la ventana, el autobús se detiene casi a cada metro, bolsas, malas caras, empujones y respiraciones hondas cada vez que alguien sube o baja del transporte; el camino es espeso. Los versos resuenan y se recrean involuntariamente en la mente más allá de la profundidad simbólica a la que están estrictamente unidos. Se detiene nuevamente el autobús y pauso la mirada en una serie de textos titulados Naipes, numerados en romanos. Una distracción tipográfica me hace sostener con cada pulgar las páginas abiertas. Naipes, son poemas breves, metafóricos, imágenes que parecieran no tener nexos entre sí a la primera lectura, pero que dialogan en el logro de una estricta síntesis. El cuerpo, los recuerdos, e impresiones que en su construcción parecieran querer representar la brevedad del instante de su duración, ese momento de contemplación que es un pequeño tatuaje en la piel de la memoria. Naipes, también ofrece una curiosidad ligada a la imagen del azar y el destino. La numeración de los textos parece aleatoria, sin embargo, cuando nos encontramos con el primer naipe y leemos: la dicha cruel / que sin labios sonríe, más allá de la voz que parece mofarse de la agobiante y frustrante inestabilidad del gozo, y siendo el primer texto de la serie, lo encontramos numerado con un mágicamente insinuante número VII.


Pocos números, tanto en la cultura oriental como occidental gozan de una profundidad simbólica como el siete, asociado a la más elevada religiosidad y la buena fortuna. Los textos de Naipes se nos presentan como un mazo de cartas que al barajarlas rápidamente nos hablan a través de las figuras que las habitan; los números que encabezan los textos, se mezclan desde el 7 hasta el último naipe, misterioso, que en el orden consecutivo de la serie corresponde al uno (I): el río roto de tu carne. Pero si en un ejercicio de abstracción cortamos y abrimos en abanico sobre la mesa el mazo de naipes y seguimos el orden numérico de las cartas, si contamos, nos encontraremos al final de la cuenta desde el uno con el de mayor número, y con una carga simbólica y tan profunda pero tan contraria a la del siente: La sombra / roja / de esta piedra entre tu carne, así se nos abre y revela el naipe de mayor numeración, el naipe número XIII. Sobran las connotaciones fatales y oscuras que pesan en la cultura popular alrededor de ese número. Delpino juega un poco con nosotros, nos pinta encerrados en un tiempo gobernado por la superstición, entre la fortuna y desgracia. Juego para mí, a poner en orden los Naipes, del I al XIII, leyendo en voz alta:


El río roto de tu carne
la dicha entera de huesos
el chasquido del fémur en la paja quemada
máscara de barro tu rostro ante la muerte
el can blanco de tu diente en la fauce oscura
el cordero de tu piel puesta a lo ancho
la dicha cruel   /   que sin labios sonríe
el mordido pecho
el cuchillo sobre el cuello de la jaca
la espada que se oprime   /   contra el vientre de la reina
tus senos sin leche que abrazas como angustias
hojas   /   agitadas   /   como lenguas
la sombra   /   roja   /   de esta piedra entre tu carne



J


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A esa superstición profunda que inconscientemente nos gobierna, transporta o limita; a esa incógnita frente  a la máscara de barro, como nos escribe el poeta en uno de sus naipes asociado a la muerte; en la cavilación religiosa y filosófica del misterio de la vida después de la vida, el alma y su trascendencia, está unida gran parte de la cosmogonía órfica, de donde deriva el Dios Fanes que resguarda el libro azulado de José Delpino. Orfeo, poeta y cantor, nexo esencial para lo órficos entre la vida y la muerte.  Inmortalizado por su descenso al Hades en busca de su esposa Eurídice, e infractor y víctima de la duda y el anhelo que le valió el arrebato definitivo de su consorte a lo invisible. H.D. escribiría muchos siglos más tarde, un hermoso poema bajo el título de Eurídice, en el que podemos escuchar la voz de la antigua ninfa, mostrándonos a un Orfeo casi arrogante, culpable; Platón lo llamará cobarde por no haber utilizado el amor como motor, y la muerte como vehículo, para descender al mundo de los muertos en rescate de su mujer. Pero es otro mito no tan popular dentro de la exégesis órfica, al que me remiten una de las primeras estrofas de Fanes.


Según los órficos, pesa sobre nuestra alma y toda nuestra descendencia una enorme y dramática condena de la que derivan las amarguras de la vida.  Víctima de una trampa, Dionisio, hijo de Perséfone y Zeus, fue asesinado, descuartizado, hervido y comido por los Titanes. Sólo el corazón del pequeño dios sobrevivió a su despedazado cuerpo. Zeus, en reprimenda, con su rayo, asesinó a los Titanes calcinándolos, y del corazón de Dionisio, que aún latía, volvieron a brotar los brazos, las piernas, y todo el cuerpo entero y viviente del niño divino. De las cenizas de los Titanes, mezcladas con la tierra, brotaron más tarde todos los seres humanos. Producto de esa fusión, terrenal y divina, para los órficos, los hombres poseen una antigua ascendencia titánica y por otro lado, un linaje dionisiaco. Nuestros males y padecimientos, están estrechamente relacionados a la necesidad de limpiarnos de ese crimen. Para los órficos, los seres humanos no deben derramar la sangre de otro hombre, ni siquiera la sangre animal. Sólo así se puede lavar la mancha de esa vieja culpa y purificar la existencia; para que al morir, el alma vuelva al cauce de divinidad de donde originalmente proviene. Delpino me remite a ese misterio, esa deuda, esa profunda necesidad incompresible de algo que pareciera poseemos, y que buscamos afuera, buscamos adentro, sin encontrar; un secreto que el ojo no contempla, y que nuestros oídos sucios no escuchan:

algún secreto guarda la mirada del hombre,
la última foto de la casa vacía,
la mesa donde los codos se cansan,
el rictus del cuello;
el recuerdo;
el vacío en el estómago y el puesto

algún secreto guarda la mirada del hombre,
la fiebre de las cosas,
la cena amarga
la ira del deseo y la euforia confusa
que se va como un eco

p.7


Poeta, José Delpino. Maracaibo, Venezuela, 1981. 

  

 Los Morotizados de la Muerte – Los Guantes de Látex de Orfeo



Guardo el libro azul y me enredo ante el chofer entre el pasaje, los audífonos, los cigarros, la chaqueta y los escalones, hasta que pago y bajo. Alguien que iba adentro de la buseta me saluda con mi apodo sacando la cabeza por una ventana. Aquí soy mi apodo, otra palabra. Bajo en la esquina de siempre, en la pared que pintan con los candidatos políticos de siempre, donde se comenta públicamente con spray el nombre y el delito sexual de alguna promiscua; la pared que desean los cristianos de Cosecha Global, para fondearla con pintura negra, y dibujar cárceles, fumadores asfixiados, tumbas, cuchillos, cadáveres y sangre firmando su propaganda con un Cristo te ama. A Stroll Through Hive Manor Corridors de The Hives, vibra su melodía en los audífonos desde mi celular chino, camino con mi Marlboro y su humo, su veni vidi vici del Julio César de Roma, armado en escudo por leones desenfrenados bajo la abstracta M roja que adorna la cajetilla de 20 cigarrillos. El track misterioso de la banda sueca de Fagersta que oía ido por la calle, no me dejó escuchar a las 2 motos que me pasaron rápido y cerca roncando por cada costado de mi caminata: 2 policías con sus lentes oscuros de un tornasol exagerado de ciclista ridículo, 2 policías en sus motos blancas, con la chapa de un escudo institucional de pared de comando, pintada en el tanque de gasolina. 


2 policías en sus motos son 6 amenazas, 6 razones para la desconfianza inmediata. Cuando se nace, se crece y se sale de noche en un barrio, y la madre dice haciendo cruces con la mano: tenga cuidado con la policía, y no con los ladrones o los asesinos, sino con esos Diablos; así no se sea malandro, así no se deba ni se tema, así no se haga nada, 2 policías en sus motos son 6 amenazas; son los 2 hombres, las 2 máquinas, y las 2 armas automáticas y cargadas que portan a la vista. Pantalleros y adornados con su botas de plástico y goma negra, y cinturones con radios y ganchos, pasan con sus motos en la flatulencia monóxida carbónica y simbólica de la ley venezolana en sus tubos de escape, resplandecientes como las alas del dios Fanes de JD.


El título y musicalidad del libro azulejo de Delpino, pudieron fácilmente llevarme a una tediosa arquitectura sobre Orfeo, amo del canto y la poesía, pero fueron esos 2 Diablos, esos 2 policías, los 2 motorizados uniformados de oscuro, con un número grande y negro en sus cascos como en la biblia, sus guantes ridículos de semicuero negro recortados a medio dedo en el puño de acelerar, su relación directa con la muerte, su servidumbre a una justicia oscura, fueron ellos. Esos 2 funcionarios, me llevaron a los 2 motorizados, esbirros de la hermosa Maria Casarès, la Princesa misteriosa y fatal en el Orfeo de 1950 del cineasta francés Jean Cocteau.


Los Esbirros Motorizados. Esc. Orfeo, Jean Cocteau, 1950

En los poemas más recientes de José Delpino: Guaire, Oídos sucios. Pantalla plana, y PVdC, pertenecientes a su libro inédito Cercados (/) Rotos, lo sintético, la envoltura artificial que envuelve nuestra comida artificial cobra vida; la producción y reproducción de lo que somos como sociedad de consumo, y la forma rizomática de adherirnos a los objetos que deseamos, robamos, y hasta por los que matan a diario en nuestras calles, son el fondo de un torrente sonoro y violento. Pero es el plástico y el agua del río, lo que como un solo cauce de información, une a los objetos que median el mensaje y al mensaje mismo en una sola corriente de sentido. La influencia de la tecnología, nuestro apego a las pantallas del ego, nuestros oídos sucios contaminados por datos y datos invisibles, todo, dentro de una extraña atmósfera de musicalidad; exceptuando tal vez a PVdC, único texto de los 3 que no he encontrado sujeto a una forma más o menos definitiva unida a su ritmo inmanente.


Los límites de PVdC, (un extenso poema sobre el cloruro de poli-vinil-deno ) parecieran ser por ahora los del monitor o la pantalla en donde se lea, lo que resulta ideal para los motivos y significaciones que sujetan el cuerpo del texto, pero deja todo el peso del poema al riesgo del logro musical en la escritura en prosa, que en PVdC a veces se traba, a diferencia de sus otros trabajos. Concuerdo con Delpino en manejar la libertad de la estructura de PVdC para afincarse en la exaltación de imágenes sobre términos familiares que produzcan un tramado de asociaciones y sensaciones rápidas, haciendo de todo el texto un símbolo de nuestro desenfreno mental y consumista. Pero cuando JD, trabaja y afila el verso, como en Fanes, la musicalidad ayuda a sostener más la atención en el poema; incluso en Guaire, con su nomenclatura química y extraña, el texto va con el río y fluye en su circularidad. Sin embargo, son los riesgos a los que debe exponerse y asumir cualquier creador que busca y no se conforma. Otro motivo que impide un acercamiento más profundo a PVdC, es la variedad de sus versiones - hay varias disponibles en la web – eso imposibilita por ahora, un contacto más certero con su totalidad. Habrá que esperar por su publicación definitiva en papel, o en algún portal virtual de referencia más fidedigna y exacta.


El Orfeo de Cocteau, revive de una forma magistral y singular el mito de Orfeo y Eurídice, ambientando al inframundo con el clima de la Europa de la postguerra. La muerte, la princesa misteriosa, que fuma y se enamora del poeta de poetas, viaja en un Rolls-Royce negro, que al entrar al reino de lo invisible, se convierte a través de su radio, en el portavoz de las víctimas de los motorizados, esbirros de la Princesa.  Más tarde en el drama, Eurídice, bajo la mirada celosa de la Muerte, enamorada de Orfeo (Jean Marais), atravesará el espejo de agua hacia el inframundo; no por la mordida de una culebra, sino por el golpe invisible y mortal de esos oficiales motorizados, funcionarios de la oscuridad.


Lo que me remite a Delpino desde la obra de Cocteau, es el medio y el mensaje al que Orfeo se hace violentamente adicto. Inmediatamente a la muerte del poeta de 18 años Jacques Cegestes - primera víctima de la princesa- la voz de este viaja desde el inframundo a la realidad de Orfeo, a través de la radio del Rolls-Royce: el silencio va más rápido al revés / un solo vaso de agua ilumina al mundo / los pájaros cantan con sus dedos, son apenas algunas de las frases a las que el esposo de Eurídice dedica su atención. Lo observamos en el desespero, subordinarse a un aparato, dependiente de una radio en espera de un mensaje envuelto con la sensualidad de la Muerte, críptico, metafórico, musical, y hasta numérico. Lo que pone en cuestionamiento la estructura del lenguaje poético por parte del mítico. 


A la muerte de Eurídice, Heurtebise, chofer de la princesa, revela a Orfeo el secreto de los secretos: los portales hacia el inframundo, y la manera de atravesarlos. Es allí donde recuerdo nuevamente a Delpino. Heurtebise, da a Orfeo, unos extraños guantes de látex que parecen poseer una voluntad propia, para que pueda atravesar los espejos que vibran al tacto como el agua del Estigio, como el agua del Guaire. Lo sintético, familia del PVdC, mantiene a la piel viva y segura del poeta cuando entra al país de los muertos. Los espejos y sus líquidas superficies que simbolizan la dualidad existencial de los personajes, sus ocultas emociones, vivos o muertos, me hace recordar la dualidad de la cicatriz / haciendo aguas / y partiendo el valle caraqueño, en Guaire, esa doble vida del río: el naturalmente contaminado, y el del lenguaje en el que Delpino imprime una historicidad personal, cultural, tan íntima y tan nuestra.



Huertibise y Orfeo ante el espejo. Esc. Orfeo, Jean Cocteau, 1950.


Leo de PVdC: … el guante que envuelve la carne licuada y homogénea de toda salchicha contemporánea, que se precie de ser metida a tiempo en agua hirviendo para detener su pasividad refrigerada e instalarse en el reino de los caníbales…  


J


La poesía, aun pese a al poeta, y las jaulas conceptuales que este le procure para tener seguro el plumaje de su canto, bebe de un estado contemplativo que nos asume y reclama atención.  De no ser así, sería azar, y hasta para la representación de una imaginación azarosa, se requiere de un orden que exige el examen de una mirada que coteje lo escrito con lo archivado, lo deseado, lo vivido e imaginado, o en el peor de los casos, con lo ansiosamente esperado por el logro inmediato; todo eso nos habita, vive en y con nosotros sin que alcancemos claramente a darle forma, orden, sonido y sentido, en una unidad de lenguaje concreta, un verso, o una línea. 


La poesía de José Delpino augura un esfuerzo por lograr esa concreción, lúcida, clara y musical. Lo hace y lo busca con los objetos que nos rodean, que nos contaminan y nos separan de nosotros mismos. Su trabajo es el dibujo de un baile en el que nos vemos deseando ser deseados en una orgía rústica de aparatos fríos y resplandecientes; nos vemos, como diría Zizek, en el desierto de lo real, tecleando y frotando los instrumentos de las respuestas inmediatas a preguntas pretéritas. Su poesía no se opone a la corriente que nos empuja, por el contrario, nada en su agua picante, saca del fondo, de las redes de algas y cableados, pequeños objetos del oro de la memoria. Diariamente nos sentamos frente a las pantallas a comer y ser comidos, nos sentamos en los autobuses colmados de obreros con su aguijón sexual en la curvatura de bachaco de las damas, sorteamos la ley de la calle y la muerte, entre nuestros vicios y miedos. Cantamos y  bebemos frente a la enormidad del desarrollo urbano, gris y tóxico. Caminamos con nuestra pobre esperanza, con nuestra deuda titánica, sin la contemplación de lo que somos, de donde estamos, de la vida que nos vive a pesar del sueño. Navegamos el río de la historia solos, buscando develar ese secreto en la mirada.


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Todo el barrio está lleno de motos, todo el país está lleno de motos. La muerte que nos come, y la muerte que comemos, lo muerto que usamos y nos usa. Lo muerto que nos enamora y seduce: el material, la materia, lo plástico que nos envuelve, que nos protege y envenena, parece ser el ambiente que nos promete Cercados (/) Rotos. Llego a casa y boto la colilla, como disparar en el estilo de caracol una metra de vidrio de la infancia. Beso a mi madre en la frente como todos los días. Ceno sin camisa y tatuado frente a la pantalla; se ilumina la pantalla plana de mi máquina y comienzo a escribir:

La contemplación como apoyo para detenernos frente a la puerta de nuestra descontrolada corriente mental, como un método humano que nos permita acompañar un instante al cuerpo cansado que se mueve y baila, aferrándose a los tubos mal soldados y con lechina de óxido en los techos de las unidades del transporte público de Naguanagua; la contemplación de un cuerpo que apenas con su mano, con su pobre garra de gérmenes, se engancha a los triángulos de un hierro oloroso y frío, pegados en una de las esquinas altas de los asientos de la buseta, para no caerse mientras rueda, frena y acelera. Voy sentado y apretado; abro en dos un pequeño libro azul con un poderoso nombre órfico... 






Víctor Manuel Pinto.
Miércoles, 1 – X- 2014. Día de San Bavón de Gante
  


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