lunes, 22 de septiembre de 2014

Recuerdo de un Primer Viaje, o un libro de Jesús Montoya


Víctor Manuel Pinto
                           
En el cuerpo transcurre otro mundo sin que lo notemos. Apenas percibimos señales de ese otro movimiento de la vida: una urgencia fisiológica, una reacción emocional, un malestar por el decaimiento del sistema inmunológico, el hambre, el sueño, y un enorme y complejo sistema de emociones que osamos creer conocer a la perfección, se mueven sostenidas por la respiración continua que también asumimos automática, sin milagro. Ella, la respiración, está allí sosteniéndonos, y mantiene activo a ese otro mundo de carne, huesos, vísceras y mucosidades, al que se pliegan vías tan sutiles, inteligentes, y tan delgadas, como los pequeños cables de las viejas minas antipersonales tendidos y escondidos entre los árboles, así van esas vías, tendidas y escondidas bajo nuestra piel. Así, camufladas muy adentro están las ramas nerviosas de las emociones, nuestra imaginación de los sentimientos, la certeza de ser dueños de lo que pensamos, y todo se activa a cada roce, a cada visión, a cada estímulo del mundo externo, y relegamos gran parte de nuestra atención a todo lo que interpretamos y creemos y asumimos como real o falso. Saboreamos hasta lo amargo a los motivos de cualquier renuencia, de un disgusto, de un disparo de placer. Somos la mula andina cargada de nuestras visiones intransigentes y exactas, y somos la mula narcótica, cargada de alucinaciones. De los Andes, de Tovar, es el poeta merideño Jesús Montoya. Su primer libro de poesía Primer Viaje, es para leerse de un golpe y en voz alta, para cantar a la orfandad del hombre por encontrar su propósito más esencial, por sentir lo milagroso de su cuerpo, lo extraordinario de su propia vida, de su respiración. Montoya, aparece lúcido y loco frente al reflejo de un enorme pico nevado, Mérida, en su belleza, en su precariedad es el espejo de su movimiento interior, su alegría, su desenfreno, y su reclamo; de ella emerge el canto, y contra ella arroja la piedra, y en sus pedazos, como lagunas frías, aparece su reflejo fragmentado, su condición, nuestra humana condición de sueño. Primer viaje, es entonces el trabajo, el canto por unir los pedazos de lo que es, de lo que somos, con el cuerpo conscientemente alucinado como el territorio del viajero: Respira, emergerán mis ojos serenos detrás de la locura. Nos escribe el poeta.


Mientras leo, de un golpe, un tirón de la memoria me lleva al siglo pasado. Serpenteamos pequeñas carreteras mojadas por enormes cascadas. Mi padre, mi hermano y yo, por primera vez viajamos juntos. Una cruz enorme y blanca protege al cementerio de Las Piedras al este de Santo Domingo. Estoy mareado, estuve mareado toda noche y ya hay luz para ver esa enorme cruz en lo alto. Mérida, su altura, sus páramos y su niebla era la imaginación de un sueño. Allí sentí la pequeñez de mi cuerpo, estimulado por una botella de anís barato, frente a una verde montaña altísima erizada de pinos por el frío. Todo el viaje desde Valencia a los Andes la boca hablaba, el cuerpo se movía,  los pensamientos en su masa de imágenes se deformaban y armaban variando el sentido de todo, pero allí, frente a esa montaña de la Mérida del poeta Jesús Montoya, comenzó un viaje hacia lo que sostenía toda esa confusión, toda esa conmoción, toda esa alegría que me enmudeció frente a ese monumento de piedra. Quería decir, quería hablar, - estaba solo – apenas un río y sus truchas, apenas la botella transparente, el anís Cartujo transparente, sí, estaba solo conmigo, era el primer paso de un viaje agotador e irrenunciable.


Aquella noche, en mi cuaderno de anotaciones no quedó ninguna palabra, no sabía qué, solo tracé una línea diagonal que subía y al llegar a lo más alto de la hoja, otra línea diagonal que ahora bajaba. Jesús Montoya, nacido en 1993, estudiante de Letras en la Universidad de los Andes, años después, muchos ya para mí, con la sencillez que lo caracteriza, con el cariño que generosamente siempre me ha brindado, tenía las palabras que en esa primera y viciosa juventud, en aquella primera y mareada visión, en aquél primer viaje a sus montañas, no pude encontrar, y era sencillo, tan similar a respirar y hablar desde la impresión, pura, sin artificios: Fíjate en mis ojos, están vacíos.(…) Fíjate en mi pecho, arde (…) Fíjate en mis manos, están hermosas.(…) Ven, escucha el corazón en alguna parte del abismo / abriéndose en mi suerte, / su altura es mi abandono. Así, lo escribió Jesús.


La escritura de Primer viaje es animada, y como subir a pie lento una montaña bien doblada hacia arriba, nos pide aire y aire en su lectura, a través de una tupida y colorida vegetación de imágenes que a veces nos distrae, sube a los páramos y baja a la ciudad, atraviesa avenidas oscuras, entra a las fiestas de la locura juvenil, y vuelve a quedar sólo en sus visiones, en su súplica, en su canto de ternura:

Vago por el mundo
enamorado de la múltiple forma de los rostros
que preservan la esperanza

p. 19.


Existe una elasticidad en su visión, el lenguaje se suelta pero no se descarrila, con su pertinencia, con lo que tiene, con sus limitaciones y posibilidades. La rapidez con la que el paisaje cambia de forma, es a través de una estructura lingüística que va ascendiendo y que en ese subir, palabra y sentido nos permiten conocer sus renuncias y sus impresiones, Montoya, va dejando caer lo mitificado y sobrevalorado de sí, lo corriente y ordinario de la conducta, lo artificial, todo para asombrarse y espejarse con lo más monumentalmente sencillo, con lo más inmediato y natural. Aparecen las montañas y la neblina, el cielo adjetivado de azul, y se ofrece entero, a la renovación que descubre en sí mismo a través del viaje, en su espacio, sugiriéndonos inmediatamente una marcha interior, una depuración producto de ese contacto inicial; el canto de un primer descubrimiento, y el cuestionamiento del instrumento para cantar, digamos mejor, para decir, o para sr exactos, su reflexión sobre la poesía. Es acá donde no todo se queda en las ingeniosas descripciones de su ambiente, donde no todo es producto de un azar mágico, o un volcamiento a palabras de las visiones personales, donde lo anafórico y reiterativo van más allá de un tejido semántico alrededor de un personaje (el hermano) que sabemos él, que sentimos yo, que señalamos .




Jesús Montoya. Tovar, Mérida, Venezuela, 1993.

En ese examen honesto de sí mismo, y no completamente en el lenguaje del texto, es donde está el atrevimiento de Montoya. A pesar de que su lenguaje deja ver algunas bisagras propias del ímpetu de su escritura, nos mantiene en una relación con la representación del paisaje personal que nos brinda, nos cuenta y canta algo suyo, nos habla y se habla, incluso nos pone las máscaras: jueces, locos, crédulos, amantes, inocentes, culpables, solos.


Primer viaje, tiene la belleza de la imperfección, leemos a un joven conmovido por su propia presencia en un mundo donde busca a su ser a través de ese paradójico linaje de orfandad existencial; canta con su lenguaje, con el que entiende y entendemos, el suyo y el nuestro. Su mirada radiográfica es constante a los espacios y a sí mismo, y durante todo el tramado de la búsqueda, existe un movimiento oscilante y nada tímido a pesar su juventud, hacia la reflexión sobre la poesía. Nos la presenta abiertamente, casi afincándose en un énfasis porque sepamos lo que él siente de o por ella, por encima de lo que él entiende o él concibe de ella; en otras palabras, es el sentimiento, en su sentido más estricto, lo que está más cercano a la producción de su propia poética:


Se debe escribir desde la ignorancia.
Se debe escribir desprovisto de todo anhelo y maldición.
Se debe escribir como nadando en sueños
como pintando ojos
como cantando pájaros
como inundando mares.
Se debe escribir bajo una lengua muerta.
Se debe escribir con las ataduras rotas
con el cuerpo tatuado de estrellas
con los pies descalzos
con un maleficio brillante.
Se debe escribir envenenado de fiestas.
Se debe escribir como rogando que algún día.

p.59


De Mérida, de tu tierra Montoya, poseo el recuerdo de ese, mi primer viaje, y esa montaña que apareció en mi camino. Creció y creció la piedra de Drummond, se hizo más grande que su Jesús de piedra, se hizo enorme y triangular. Pequeño Montoya, Príncipe de la Parranda, creció y se llenó de un verde sacro en mi primer viaje / en la niebla / de cristal / y la yerba está santa, y crece en la Montaña, y no es humo lo que exhalamos con ojos crepusculares, es niebla blanca y pura. De Mérida, el mar de tu viaje, recuerdo: esa tarde con la luz tan arriba y clara sobre el pueblo de Las Piedras, y pegaba en las hojas verdes hasta hacerlas amarillas, y la luz calentaba lo amarillo hasta hacerlo blanco, y a la sombra eran verdes las hojas y nuevamente amarillas a la luz, y así, en ese mareo de las nubes teniéndolas así, tan cerca, tan alto, yo, mareado, iluminado y oscurecido en ese juego del cielo. Es Miércoles Santo y fumo delante de mi padre por primera vez, mi hermano, mi hermanito, dos años menor que yo, también. Mi padre nos dice que recién hizo el amor sobre una tumba, sabemos que es verdad, está dulce como el anís, y como a la botella de Cartujo le corre algo frío y transparente por la frente, estamos en lo alto, arriba en el cementerio. Veo frente a mí la cruz blanca que antes, temprano, vi desde abajo mareado en la carretera. Partimos la botella contra la cruz y fumamos, fumamos hondo, los tres y en silencio. Toda la mañana mareada, toda esa visión, así mi primer viaje con mi hermano. 


En este país transcurre otro mundo sin lo que notemos, Jesús Montoya y muchos poetas más, son parte de ese otro movimiento de vida, pulmones de esa respiración que no podemos ignorar. Y que trabajan no con el disimulo y la intriga de una mina, sino con el grito, con el canto, con la cara limpia y una piedra, así natural, en la mano. Espero en mi fe más personal, que apunte por prudencia siempre a la cabeza del ego, que siempre apunte al medio de los ojos de la cara de lo falso que poco a poco se cristaliza en uno mismo, por uno mismo, por el susurro de los halagos. La mentira que se arrodille, que se arrodille, sin piedad contra la mentira.


Jesús, de Mérida, de mi primer viaje, aún recuerdo a mi padre mareado, mi hermano mareado, mi mareo y yo, mientras bajamos del pueblo de Las Piedras, sembradores de hongos. Bajamos lento, y pasamos a un lado de la procesión de  Jesús, el Nazareno; cargaba una cruz oscura y larga, iba y venía morado y mareado, sobre los hombros de viejos andinos, entre velas, mujeres con mantilla, y mulas narcotizadas por los rezos.



Poemas de Primer Viaje de Jesús Montoya.

(Fragmentos)


Me acusan incansablemente
de arrastrarme junto a los equivocados
en el sendero equivocado.
Me acusan y señalan con sus dedos temblorosos
cuando mis ojos descansan
en un sueño distinto, lejano.

Me acusan por aplastar una a una
mis pasiones sin arrepentimiento,
por traicionarme al escribir poemas
desde una voz insensata que destroza en su recorrido
las ventanas.

Estoy decidido a ser el primero que echen
a la calle de sus asquerosos recintos,
pues mis ojos apuntan hacia todas las direcciones
que marca el viento con su paso.

Me acusan de ser invisible
aunque esté tan cerca como el aliento,
pero mi soledad no sabe cómo comportarse.

Me han insistido que sea feliz desde la ausencia,
y he fracasado.

Me han invitado a pudrirme en la locura
como las hojas amarillas cuando cambian su color.

Me han maltratado por tener esta memoria larga y sucia
hecha de caricias.

Pues bien, les digo:
Soy el movimiento fino
con que el cielo cambia de rumbo a las estrellas.

Acúsenme,
nada traigo en mi defensa más que la humilde pena
de quien ama las palabras.

Vengo con el rostro hueco
por esta sonrisa adolescente
que inútilmente se me va borrando,
que inútilmente se me va quedando en otra infancia.

Mi voz se mece en los jardines y se pierde en el espacio.

Nada traigo en mi corazón,
no me acusen porque cante.

Nada traigo desde el precario
y misterioso río del tiempo.
Nada tengo más que el lamento
de quien en silencio busca la distancia.

Acúsenme,
medité la alegría y la perdí.






Respira, emergerán mis ojos serenos detrás de la locura.

Me imaginé.

Tengo diecinueve años y estoy completamente vacío.
Tengo diecinueve años y ya no quiero cantar cuando sueño.
Tengo diecinueve años y se me acaba entera la vida.

Regresaré a mí mismo,
volveré de la locura infinitamente sabia,
no hay quien pacte con ella.

Respira, muy lejos me hallarás,
y estaré distinto, más acabado,
más golpeado por la poesía,
loco de dolor y de muerte,
alegre en el infierno.

Loco el despertar
del obsesivo sueño
grisáceo
nublado
como la palabra que me mata
como la palabra que me arrulla
más allá de los vientos
donde crece el sol
rompiéndose
en el horizonte
quebrándose
en la distancia
guardaré
el canto
para siempre
hasta que alguien
me escuche
en él comprendí
la oscuridad
de golpe
como el golpe verdadero




Respira.

Loco.
Loco.
Loco en la taberna.
Loco del sendero.
Loco en el pueblo.
Loco podrido.
Loco con cuchillos.
Loco cantándole a la muerte.
Loco en la noche blanca.
Loco sin los buenos amigos.
Loco fumando cigarros baratos.
Loco quemándose.
Loco de humillación.
Loco en la profundidad de los hoteles vacíos.
Loco bebiéndose la música.
Loco con la mente en blanco.
Loco oscuro.
Loco enredado en la bondad.
Loco enfermo.
Loco volviéndose un río.
Loco en el calor de la poesía.
Loco imaginando hermanos que no existen.
Loco de exceso.
Loco aturdido.
Loco solitario.
Loco riéndose todavía del mismo secreto.
Loco en la ausencia.
Loco corriendo.
Loco condenado.
Loco alucinando su historia.
Loco entre las flores.
Loco y maldito.
Loco y claro y fresco atravesando las plazas
con la vida revuelta estaba yo.
Loco insoportable.
Loco, loco, aniquilado por la muerte estaba yo.
Loco en mi primer viaje. 





Barrio Güere, Venezuela, 21-IX-2014, Día de San Mateo El Apóstol.  




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