jueves, 16 de abril de 2015

A P Ó S T A T A


Narran los evangelios
que Jorge I, el Apóstata
llamado así por sus contemporáneos
El Apasionado
fue el colorista más puro del Neguev
y que cantaba en el amanecer
las canciones más bellas
mientras los Elegidos fornicaban

Enrique Chaparro Mesa




La poesía como religión

No conformes con todo el daño y las atrocidades que han anegado de sangre los ríos históricos de nuestra especie en nombre de las religiones, y no satisfechos en la actualidad con la evidencia de la más terrible ignorancia ante las decapitaciones, los disparos a la cabeza a cuerpos amarrados y arrodillados, con los bombardeos a ciudades enteras, con los centenares de niños, hombres y mujeres heridos, muertos y desplazados por las guerras políticas dizque santas, resultados de innumerables divergencias e injerencias de naciones potencia que propician la manipulación retorcida de los sistemas de regularización y administración del poder militar, económico y social de las naciones menos aventajadas. No saturados con ese ensangrentado telón que consumimos diariamente en la representación mediática de las disonancias entre las creencias espirituales de los pueblos, sus literaturas y sus cultos, disonancias que comen y vomitan sangre, que marchan sobre cadáveres a diario, en nombre de sus dioses imaginarios respaldados en bonos, en oro, en papel moneda dentro de sus lujosas arcas, bancos y depósitos. Aun así no estamos hartos y vamos más allá, queremos más, un Dios, una Diosa, y dopados con el vaho edulcorado del argumento fácil y alegre, hemos insistido en catalogar a la poesía como la última religión del planeta; azorados por un misticismo hueco, queremos elevarla como la axiomática y verdadera religión de la humanidad. Nada más preponte, nada más absurdo. Religión. Ninguna palabra sobre la tierra más desconocida.




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Necesitaremos un símbolo para la ignorancia, la injusticia - qué difícil fue definirles la justicia -  cuánto costó evidenciarles lo más sencillo. Esa ceguera, lo que no verán ni aun frente a sí mismos en los espejos que amarán, que temerán, eso inverso al propósito que pueden alcanzar por las facultades de las que fueron dotados, eso que no les dolerá al instante como la bala en la carne del tiro, pero que al frío, al parar sus locas carreras les arderá, la herida que les llorará, que los enloquece, eso que puede llegar a poseerlos en el instante del remordimiento - santo momento -  hundiéndoles más, volviéndoles a desviar del camino hacia el cumplimiento del propósito que pueden alcanzar por las facultades de las que fueron dotados, eso necesitará un nombre. El motivo por el que se avergüencen en su soledad más íntima, oliéndose los genitales que relamen, y el sudor de los pies cansados de buscar, eso que les impida buscar, que les quite la sed con vino y los acaricie diciéndoles que han llegado, que son bienvenidos en esta Casa, eso que les convenza de lo que son, eso que les reafirme lo que no son, eso que represente la mayor traición, la más terrible, el abandono voluntario del camino hacia el cumplimiento del propósito para el que fueron hermosamente dotados, eso necesitará un nombre. Todos quieren ser ángeles…démosle uno que les impida ser uno.




Hombre Rey de la Casa


La carta del Diablo en el Tarot Rider-Waite, ilustra a un hombre y una mujer, encerrados y estáticos en la baraja de su espacio, detrás de ambos está el Diablo sentado, sosteniendo a Saturno, regente de Capricornio, en una de sus manos. El hombre y la mujer están desnudos y encadenados por el cuello al pedestal donde se yergue el Demonio con sus alas abiertas. Ambos están unidos al mundo por la cadena, esclavizados por las pasiones inferiores a lo material. Un pentagrama invertido flota sobre ellos en la carta, simbolizando al hombre cabeza abajo, connotando como fuerza opuesta o activa, la firmeza y la quietud a través de la meditación. Ni el hombre, ni la mujer encadenados pueden ver, mucho menos sentir, que el nudo que les cuelga de sus cuellos es amplio, que está flojo. Como si la ceguera, resultado de la esclavitud a sus pasiones ordinarias, les impidiera ver la posibilidad de su liberación, ese mínimo esfuerzo que les permitiera al menos percibir la condición de servidumbre a la piedra de ilusión a la que están encadenados. 






La poesía de Carlos Enrique Osorio Granado, es una creación resultado de un esfuerzo arduo y continuo por una necesidad de liberación interior. Sus textos nos dejan el sabor del instante que perdimos encadenados a la inconciencia del Diablo que nos lleva, pero nos ofrecen amorosamente una posibilidad, siempre remitida a la calma, a la firmeza, a la percepción de estar inmersos dentro de las pasionales corrientes de la mente, de los instintos; sin autoflagelos, un poema tras otro levanta un escalón más en la enorme escalera a lo desconocido de sí mismo; es una poesía llena de esperanza, todo esto, con una austeridad no poco compleja en su lenguaje. Sus poemas gozan de la elegancia que suprime cualquier cariz religioso, aun cuando su trabajo evidencia una constante pregunta, un inmutable cuestionamiento interior cimentado en su fuerza espiritual, nuevamente, sin la brillantez artificial de la baratija mística, sino más bien con su olor natural, con su acento lingüístico y circular en la forma, breve y precisa. Su persona, su máscara, no se ofrece a los salones y las orgías egotistas del antifaz del renombre literario. Su trabajo ha sido silencioso y exigente. Para quienes han recubierto a la poesía con el oro anacrónico de las medallas y los altares de la misma artificialidad religiosa de hoy, para los santos escribas, para los monjes ebrios, para los lectores de papas muertos, el trabajo de Carlos Enrique Osorio Granado, es la obra de un apóstata, uno que decidió no seguirlos en su ritualidad hipócrita. Ha dedicado gran parte de su vida al trabajo editorial y la enseñanza a través del taller, de la consulta, de la amistad, del concejo diario. El cuerpo, más que un motivo o símbolo, pesa casi con todo su tamaño en sus poemas. El cuerpo es la tregua y la lucha, la ausencia y la casa, y el hombre que aguarda, cae y se levanta, trabajando para reinar en ella.







Víctor Manuel Pinto










Los poemas incluidos en esta muestra pertenecen a los libros Saravá (1988),  Albricias (1992), Caminería (1998), Amatoria (2004), y Azimut y el camino (2013). De este último, se incluyen fragmentos del libro El camino, como parte de un conjunto de reflexiones sobre la escritura de poesía, y concejos para jóvenes poetas.


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